Mi tío Pepe, o el origen de una afición
Resulta que siendo muy pequeño, teniendo apenas seis o siete años, yo viví en Cádiz. Más concretamente en un pueblecito costero de pescadores llamado Sanlúcar de Barrameda. ¡Cuántos son los recuerdos que acuden a mí con solo escribir su nombre! Los paseos por la playa, las carreras de caballos que se celebraban y se siguen celebrando en verano en sus orillas. Incluso el sabor y el olor del pescadito frito pescaíto frito para los lugareños -, que con la familia iba a comer a Bajo Guía, todavía llega hasta mí. Cierro los ojos, me recreo en ello, y percibo hasta el olor de la fritura con total nitidez. Pero aún cuando todo esto pudiera bastar, no es suficiente. Hay más. Y aquí es, dónde viene lo bueno. La familia con la que yo viví en Sanlúcar de Barrameda, eran unos tíos míos por parte de mi padre. Pero de quien quiero hablar ahora, es de mi tío Pepe. Un tío al que recuerdo con el cariño con el que se puede recordar a un abuelo al que has adorado. Y esto es fácil de entender si digo que era un tío con más vocación de abuelo que de tío. La paciencia y el cariño que gastó conmigo son de los que no tienen medida.
Ahora miro mi mano izquierda, y la huella con que está marcado el dedo anular me trae otro recuerdo. Esa marca la llevo desde entonces, y la llevaré para siempre. Haciendo caso omiso del peligro que entrañaba el ponerse a jugar con las navajas de afeitar de mi tío Pepe y que usaba el barbero que a diario pasaba por casa para afeitarle, me hice un profundo corte en un nudillo. Recuerdo que me callé como un muerto y no dije nada a nadie. Y es que muerto de miedo estaba. No hice nada para cortarme como no fuera el no hacer caso cuando me decían lo que no debía tocar. Se podría decir que el endiablado filo de aquella navaja, me corto por sí solo. ¡Y vaya que si me cortó!
El corte era bastante feo, profundo y sangraba abundantemente. Me las arreglé para contener la hemorragia echando mano de algodones y vendas, pero aquello no dejaba de sangrar. Yo cada vez con más miedo en el cuerpo que siete viejas y con una buena rebanada de algo que más que piel de mi dedo, que no estaba donde tenia que estar.
La sangre por su solo color, ya escandaliza, pero cuando su abundancia sobrepasa ciertos limites, ya te hace pensar y darte cuenta que hay que hacer algo más. Y no digamos ya a los ojos de un niño como yo era. Nunca se me olvidará la cara de mi tía Agustina - hermana de mi padre -, cuando acudí a ella con semejante papeleta. ¡Pobrecita, había vuelto a hacer una de las mías! En realidad, una de tantas, porque si me pusiera a hacer una lista, no acabaría.
Ahora recuerdo algunos de aquellos episodios y no puedo evitar sonreír con algo de nostalgia. Pero sonrió, no por pensar que en su momento aquellas barrabasadas hicieran gracia a quienes tuvieron que soportarlas, sino por el toque especial que les da el recordarlas con el paso de los años recordarlas. Es como retrotraerse a aquellos tiempos. ¡Y es que veo tan claras algunas cosas ahora mismo! Me parece estar allí en este momento y con aquellos años. Pero visto todo desde los ojos de un adulto que fuera testigo de las travesuras de un niño que no sabía estarse quieto.
¡Sí señor! Fueron muchas las barrabasadas que yo cometí aquellos años. Creo que en algún momento debí de ostentar un bonito récord en algún lugar. Entonces no existía el Guiness de los récords, pero si hubiera existido, sin duda yo habría figurado en sus páginas.
Aunque sólo sea de pasada, y sin entrar en detalles - mentira, me conozco y sé que terminaré metiéndome en harina como siempre -, diré unas pocas para que los que las lean se hagan una idea. No puedo resistirme a no hacerlo.
Yo fui capaz de las cosas más extrañas. Por ejemplo, estuve una vez a punto de ahogarme en la playa sin ni siquiera estar bañándome. Ni entonces ni ahora soy consciente de cómo pude hacerlo ni de cómo ocurrió, pero el caso es que me ocurrió. Sólo sé que estaba de pie en la orilla viendo como la espuma cansina lamía mis pies. Pies que eran cubiertos poco a poco por la arena empujada con el vaivén de las olas. El cosquilleo de la arena era placentero.
Cada vez más. Cada vez la arena llegaba más y más arriba. Me fue cubriendo los tobillos, después las pantorrillas... Y no me preguntéis que más pasó porque eso es lo penúltimo que siempre he recordado. ¡Fue el colmo! ¡Estuve a punto de ahogarme sin ni siquiera meterme en el agua! ¡En la misma orilla de la playa! ¡Que vergüenza! Supongo que en algún momento me debí de sentar porque de otra forma no me lo explico.
Tras lo que me pareció un instante, me vi tendido en la arena, bocarriba, rodeado de un montón de gente que me miraba inquieta. Yo, vomitando borbotones de agua salada. Alguien me estaba haciendo el boca a boca.
Me costó darme cuenta al principio de que el protagonista de todo aquello, era yo. ¡Pero vaya susto que me llevé cuando lo supe!
¿Otra travesura? ¿Queréis que os cuente otra? Porque
¡hay más!
CONTINUARÁ...
Pepemillas
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